jueves, 20 de agosto de 2009

Guardando el sol


Faltan unos veinte minutos para las dos de la tarde, en hora humana, en los relojes de la tristeza y la desesperación. Llueve fuerte. Unas gotas brillantes golpean el asfalto y su melodía atraviesa le ventana semiabierta. De vez en cuando el cielo grita con su grave voz. Ese también se entra al cuarto. Se sienta en el mueble que da frente a la ventana. Ese cielo es atrevido. Se ve la ciudad gris, algunos techos opacos se distinguen a la distancia. Es casi blanco. Es un lamento que no pueda ser del todo blanco. Sabemos ya las circunstancias contaminantes. Las calles brillan. La que está en frente de mi ventana, el agua baja como un río y los árboles aplauden su llegada. Hasta las paredes de las casas de los vecinos se mojan, se lavan ¿Así se lavarán sus almas los vecinos? ¿Así aplaudirán la llegada?

Todo se detiene, menos ese reloj triste que solo sabe dar la hora. Ya no pasan esos chicos en esas motos bullosas, los perros no ladran tan fuerte como si estuvieran poseídos por Satán. Sólo es la lluvia la que protagoniza la escena. Tengo en frente mío una flor marchita que recogí de la calle, pude verla caer del árbol, casi a mis pies. La recogí y la traje para mi cuarto, para que ese color rojo alumbrara mi alma, y le diera la energía y fuerza para estar. Ahí sigue. Al lado de unas verdes hojas de eucalipto azul, de esas que se le agregan a la aguapanela y sabe a menta. Y encima de ellas un separador que tiene la pintura de una mujer desnuda, se me parece a mí. La pintura es de Francisco Antonio Cano y se llama “La última gota” de 1908. Es un óleo sobre tela de 44x85 cms.

Sigue lloviendo, mientras escucho a Caetano Veloso. El pasto brilla. Las gotas hacen tambalear el cableado. Llueve más fuerte, con tanta intensidad que el cielo entró en éxtasis. Se filtra el agua por la ventana. Moja la Biblia que hay en la mesita, unas llaves y la lagartija amiga, llega hasta el mueble, ese que asiste conmigo los atardeceres. Como este, lluvioso, alegre y encantador. Desde Buenos Aires hace buena lluvia.
Algunos vecinos sacan sus planticas al balcón. Al mucho rato ellas se ven alegres, florecen y juegan con el viento. Disfrutan de su corta libertad. Irradian ese verdor de la tranquilidad. Ese que no se parece a ninguno y es todos a la vez.

Está escampando, todo parece volver a la normalidad. Empiezan a subir los carros por donde antes bajaba el río. Prenden sus equipos de sonido, abren las ventanas, entran las plantas y los niños gritan. La ventaja es que vuelven los pájaros a contrastar con los abundantes cables a llenarlos de un poco de armonía. El reloj sobrepasa las dos. Todo brilla. Es como si hubieran lavado el vidrio y se pudiera ver mejor. Algunas gotas se resisten a dejar de caer.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Yo diría que esa lluvia y todas las lluvias son una pausa,es la quietud de la cotidianidad. Aunque no lo notemos ella se roba todo el protagonismo del momento invitandonos a recojernos en algun lugar y en nosotros mismos.J.

Pedro Arturo dijo...

Hacía rato que no llovía así en esta página...Estábamos resecos con tanto silencio. Esta lluvia de palabras tuyas conviene al alma y nos deja frescos, abiertos los ojos al cielo y todos esos "buenos aires" ...Gracias, amiga. Y de vez en cuando escucho tu voz en la radio todavía junto a músicas que conoces bien.

FRANCISCO PINZÓN BEDOYA dijo...

Llegas a esribir esto, como si acabaras de releer a Neruda...

Y me gustó tu prosa

Un saludo grande

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