lunes, 22 de diciembre de 2008

Pequeña epístola para J. y para todos los amigos de J y también para M.




Las cartas, después de llevar varios años escribiéndolas, se han convertido en casi la única liberación del espíritu, en las pocas maneras de desnudar el alma y de entregarla a mis amigos tal cual es. Claro, hay algunas que no dicen tanto como otras, que no están escritas con la misma energía que otras, tanto que el destinatario no es capaz de dar respuesta, ni yo la espero…
Tampoco espero respuesta tuya J., además es la primera vez que te escribo algo.
Los años que llevo paseando por G, recorriendo esas calles que ustedes caminan a diario, esas mismas que fueron cómplices de sus aventuras, de sus ideas, de sus vinos y sus hierbas, ahora las reconozco propias y los veo divagando, con sus cuerpos flacos, cabellos largos y palabras saliendo y entrando en todas las esquinas, las veo entrar por cada uno de mis poros y también salir, ir y venir, chocar con las paredes y con la ebriedad. Es una especie de catarsis que me hace olvidar de ese mundo en la ciudad, de esas gentes que caminan por ahí mirando para el suelo, chocando unos con otros y sin cortejar ningún rostro, envueltos en un círculo cerrado donde tampoco te dan la posibilidad de mirarlos y si lo haces te temen, piensan que sos un ladrón.
G y todos ustedes son como esa puerta de entrada al paraíso, a pesar de ser un lugar igual a otro, tal vez más terrible que otros, pero es aquí donde uno dice que el lugar no es tan importante como la compañía, no importa si estás en un parque, en una manga, o en alguna extravía, lo hace importante esos seres que se te metieron en el alma y que andan navegando en tus entrañas, que los recuerdas en todas partes.
J., y todos los demás, son de esos personajes de los que nada se puede esperar, porque lo tienen todo, lo son todo.

domingo, 14 de diciembre de 2008

Ventana desnuda II







Las ventanas de los buses también van desnudas. Seduciéndonos, invitándonos a mirar lo que está lejos y sólo nos podríamos imaginar. Cuando me monto en un bus, trato de sentarme al lado de la ventana. Primero para hacer más atractivo el viaje, segundo, para estar un poco alejada de los demás pasajeros, que aunque muchas veces son chistosos, la mayoría, aburridos. Las ventanas de los buses, también son indispensables en mi vida. Casi todos los caminos que he recorrido (no muchos) han sido en bus. Preferiblemente desde la ventana. Esos viajes de Andes a Medellín son una búsqueda de paisajes, de carriles escondidos del ferrocarril, del río Cauca atravesando las montañas como una gran serpiente, de árboles y cielos. Diferentes a los que veo todos los días en la ciudad.
Y andar en ventanas ambulantes (buses) por la ciudad también es fantástico. Poder husmear por los balcones de las casas, ver a los humanos de la cabeza a los pies, sin que te digan nada, reírse de ellos, hacerles muecas, o sostenerles la mirada es otra aventura más de las que vivo cda día.
También se pueden ver grandes escenas desde las ventanas de los buses. Peleas, choques, personajes famosos, semáforos cambiando. Otro circo infinito que no se podrá ver desde ningún otro lado.
Estas fotografías las tomé en uno de esos viajes. Iba de Medellín a Girardota. Apenas saliendo de la ciudad.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Ventana desnuda I







El tema de las ventanas ronda en este blog, porque éstas se han convertido para mí en una especie de alucinación, en un dios al que venero cada que puedo. Siempre he tenido ventanas. Grandes ventanas que me han dejado traspasar los delirios de la niñez, las ambiciones de adolescente y la nostalgia de la adultez. Hasta algunas lágrimas de soledad.
Mirar por la ventana de mi habitación, que da hacia la calle, y luego hacia techos en perspectiva y luego a una parte de la ciudad que titila al fondo, no es un hábito, sino una necesidad. Me urge alimentarme de ese aire denso que no entra hasta mi casa y que puedo evitar cuantas veces quiera. Ver pasar rostros desconocidos, rostros llenos de incertidumbre, de cansancio, de alegría. Todo un collage de rostros que terminan siendo la humanidad representada en unos cuantos.
Desde mi cama, que está al lado de la ventana, se puede ver la luna, las estrellas, la lluvia, los árboles florecidos del prado.
También se puede oír a cualesquier hora de la noche el sonido de una guitarra. Un hombre que baja con su guitarra conversando en notas, haciéndola aullar por esas calles solitarias. Algunas veces baja acompañada de un violín. Otro hombre que hace las veces de conquistador con sus dulces notas. Al fin llegan a unirse, hasta desaparecer.
Hay un rostro que me impacta bastante. Es el de una mujer recicladora, de unos 30 años de edad. Morena. Ojos grandes. Un par de costales al hombro. Siempre mirando para el suelo y con unos audífonos, entonando alguna canción que no reconozco. La observo hasta que se pierde igual que la guitarra y el violín.
Suelen pasar los colegiales gritando, riendo, burlándose de algún amigo o cortejando a sus compañeras.
Hombres borrachos, echando piropos a cuanta mujer pasa.
Todo se convierte en un circo desde mi ventana, donde, como espectadora, deseo encontrarme siempre con alguna función. Y seguro, siempre la hay.

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