martes, 31 de marzo de 2009

Esclavitud pagada



“Muchos economistas diferencian entre trabajo productivo y trabajo improductivo. El primero consiste en aquellos tipos de manipulaciones que producen utilidad mediante objetos. El trabajo improductivo, como el que desempeña un músico, es útil pero no incrementa la riqueza material de la comunidad”. Esto me lo encontré por ahí, como se encuentra uno con tantas cosas. Como todos los economistas, piensan nada más que en la riqueza material, es decir, en nada. Esa que tanto deteriora el sentimiento humano. Esa que se puede deslizar fácilmente de las manos del que la posee y caer en un abismo insalvable.
Desde que el hombre conoció la palabra trabajo, todo su interés por la vida se vició. Empezó a girar en torno a una ruleta sin sentido. Toda su alma se indignificó. ¿Cuál sería esa ambición que lo llevó a actuar de manera desmedida? Es sencillo. El dinero. Las necesidades. La oferta y la demanda.
¿Es eso lo que en verdad alimenta al hombre?
Una señora se levanta a las 5 de la mañana. Se baña. Ensucia su piel con miles de olores. Viste elegante traje. Tacones incómodos. Maquilla su rostro para ocultar su desgracia. Se come algo ligero para cuidar la línea. Llega al trabajo a las 8 de la mañana. Saluda de manera impersonal (porque no le interesa cómo están los otros). Y se sienta todo el día en su escritorio a recibir llamadas o a pegar sus ojos a una pantalla de computador. Se queja de esto o de aquello. Al medio día se acuerda que hay que almorzar. Come y averigua chismes (su alimento diario). Llega a su casa a las 7 de la noche. Cansada. No quiere comer nada (para ella mejor hacerse la olvidada con la comida) prende el televisor. Da un beso a sus hijos. Otro para el esposo. Y duerme. Algunas veces ronca. Sueña con el vestido de mañana. Esa es su rutina. ¿Dónde queda ella? ¿Cuándo piensa? ¿Cuándo camina para contemplar el paisaje? Nunca. Pero ella está feliz porque tiene su trabajo y su dinero. Su esposo y sus hijos. Su hogar y su belleza fingida. Y como la señora que acabo de describir (me perdonan los que se sientan identificados) está la mayoría de seres humanos. Pensando en banalidades. De aquí para allá. Dando brinquitos de satisfacción porque fue el mejor trabajador del día.
Hay que sobrevivir, es cierto, pero también hay que pensar. También hay que mirar el cielo. Leer un poema. Cantar una canción. No limitarse a la producción para otros que nos quieren convertir en sus esclavos.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Eterno asombro

La sorpresa parece haber sido devorada por la costumbre. El asombro que tanto caracterizaba a los niños se lo ha quitado el televisor, los videojuegos, la Internet. Ahora ellos creen que todo es “normal”, como me lo dijo hace poco un niño cuando le mostré ese pájaro, esas nubes, esos gusanos –normal, no le veo nada de raro-. Qué raro le va a ver, qué sentido tiene un animal para ellos cuando en los medios les muestran cadáveres, o la moda que deben lucir, o el último viedeojuego. Se pierde el asombro ante lo creado, ante el brillo humedecido de una hoja, ante el rocío, ante el contraste de los colores, parece que desapareciera ante el traqueteo de los días iguales, el paso del tren de las estaciones iguales, los fines de semana monótonos, el ruido encadenado de buses, pasos, gritos, ojos resbalando por pantallas, cafés, informes, idas y venidas de colegios rutinarios, regreso a las navidades, al cumpleaños –otro años más, te ponés vieja- -feliz navidad- -feliz año-…
¿Porqué se pierde el asombro como se pierde? Hay una costumbre, un hábito rumiante de consumir masticando lo nuevo, a veces triturando lo último, pero sin saber qué se come, tan voraces somos. Se consume y se consume, se viaja con sólo hacer un clic –ayer estuve en Alemania, mañana voy para Australia- ¿desde cuándo? La vuelta al mundo en menos de 8 días.
¿Y dónde quedan las preguntas? ¿el silencio? ¿la sorpresa? ¿la quietud?
Hace poco leía unas frases que decía Kafka paseando por las calles de Praga con su amigo Janouch. Decía Kafka: “la juventud es feliz porque posee la capacidad de ver la belleza. Es al perder esta capacidad cuando comienza el penoso envejecimiento, la decadencia, la infelicidad”. Janouch le preguntó: “¿entonces la vejez excluye toda posibilidad de felicidad?”. Y Kafka le respondió: “no. La felicidad excluye a la vejez. Quien conserva la capacidad de ver la belleza no envejece”.
Ese afán de belleza, de felicidad, del bien, de la verdad, es una manera de mantener al hombre alejado de sí mismo, pero llega el momento del cansancio, de la fatiga, del desconsuelo, y todo fue inútil.

domingo, 15 de marzo de 2009

Despedida desde la distancia

Hay despedidas que te dan algunas vueltitas interiores, otras que pasan y al rato se olvidan y otras que se quedan marcadas en algún punto frágil del cerebro. Quién sabe dónde. Pero sabés que ahí está ese recuerdo martillándote. Ayer C partió para Argentina. M y yo pensábamos llevarlo hasta el aeropuerto en Rionegro. A las 10 y 17 de la mañana recibí una llamada de C para confirmar el encuentro y luego tomar camino hacia el oriente antioqueño. Quedamos que a las 12 nos veíamos en la estación del Parque Berrío en el Metro. Era una mañana bastante calurosa. M y yo bajamos al centro, desde Buenos Aires (el barrio donde vivo, casualmente como la ciudad que se lleva a C), rapidito para vernos con C. Llegamos al lugar donde nos veríamos. C no estaba. Eran las 12 y 20. 20 minutos de retrazo. Para M, C se tardaría. Es su costumbre, llegar tarde. Pero yo pensaba que tal vez C no quisiera retrazar su viaje. Viaje que posiblemente será definitivo. Viaje que estaría esperando durante años. Viaje que no dejaría pasar. Lo esperamos por lo menos hasta la 1 y 30. C no llegó o se fue sin nosotros. Lo más terrible fue que nos tocó esperarlo en medio de la calamidad y el desbordamiento del ser humano que hay en ese parque (el de Berrío). Primero era sábado y segundo era quincena. Ni modo de fotografiar el lugar. Temíamos de perder la cámara. Así es en Medellín. El miedo es una capa que envuelve todos los rostros y los priva de la tranquilidad. El miedo se apodera de las almas y todo el que pasa a tu alrededor es sospechoso. Nos quedamos sentados en las escalas del Metro. Pasa una mujer con su abundante maquillaje, su falda muy corta y dos termos en las manos, vendiendo tinto. Pasa este o aquella que te roba la mirada. Porque hay algo en sus rostros (no soy retratista, pero soy periodista y observadora). El que se sienta a tu lado y te mira y se corre. La vejez está en la flor. Cientos de ancianos sentados por ahí, conversando de dinero, mujeres, trabajo. Algunos toman tinto. Otros recogen el periódico que hay en el suelo para ver qué pasa en la ciudad o quizá para entretenerse un rato, mientras pasa el tiempo. Es allí, en el centro, donde llega todo. Donde pasa de todo. Donde se conjugan pobreza, miseria, valentía, contaminación. Vimos como un ladrón le arrebata la cadena a un muchacho. Vi el rostro del ladrón convertirse en fiera en ataque. Como pasa con un tigre cuando agarra a su presa. Le jalonó la cadena y de un solo tirón la reventó. El otro (atracado) del susto, siguió y ni un gesto de venganza. Dejó que se llevaran su cadena, pero no su vida. Buena desición. Es mejor que se lo lleven todo. Nos quitan un peso de encima.
M y yo decidimos regresar a casa. Era un ambiente pesado. Subimos llenos de silencio y de cansancio. Compramos un vino para brindar en ausencia de C. Leímos algunos poemas en ausencia de C. Después todo será en ausencia de C (lo compramos argentino para darle sentido al amigo que este país se nos estaba llevando). Pero C estará consigo mismo. Conociendo y viviendo Argentina. Llenando su poesía de misterioso paisaje. Dejando que su cabello caiga y fecunde los lugares que pise. Paseándose del brazo de la mujer amada. Alimentándose con los recuerdos de Borges, Cortázar, Bioy Casares, Larreta, en fin y porqué no, bailando una Milonga.

En las fotografías se ilustra un poco lo que C significa para nosotros (la pandilla completa). Es el rostro de C el que está allí dos días antes de partir. C con la pandilla, la que tanto lo extrañará, yo estoy tomando la foto y M estaba a un lado. J había partido para su casa, consternado por los hechos del día (Un estudiante es asesinado en la Universidad donde todos estudiamos). La ciudad que vimos cuando nos devolvíamos sin la despedida de C, sin el abrazo de C. El vino que reemplazó a C y los poemas de Eugenio Montejo, Los Ausentes. Una despedida desde la distancia.




Seguidores

Visitantes