lunes, 20 de abril de 2009

I

UNA RUTA CON REGRESO

“La vida es un viaje a pie”.
Fernando González
Primera imagen cuando empiezo a descender... El color gris de la ciudad


Caminando por la misma calle de siempre, un poco triste y pensando en lo que me espera más abajo...


Empieza el regreso a casa... una noche, donde donde el silencio es el protagonista


La cuidad se llena de tantos misterios que entrar en ella se convierte en una hazaña. No sabemos en verdad dónde empieza la ciudad. Ese sinnúmero de calles, carreras y nombres se alejan tanto de nuestra conciencia que hasta los ignoramos. Cada uno de los transeúntes anda en su burbuja cerrada, que les es difícil mirar a su alrededor.

Yo desde hace tiempo entré en la ciudad, tratando de leer todo eso que ella me entrega, de descifrar cada movimiento, ruido y parloteo que por ella merodea. Observo mis movimientos y los que por mis ojos pasan.

También desde hace tiempo voy caminando por lugares fijos. Uno de ellos es La Playa hasta llegar a Buenos aires, una calle que es famosa por sus alumbrados en diciembre y que tiene kilómetros de historia. Todos los días vago por esa avenida que ya es parte de mi rutina y de mi vida. Pero en realidad yo nada tengo que ver con ese mundo que allí existe, quizás desde hace décadas y que ahora apenas vengo a observar.

Cuando salgo de mi casa me preparo para esa travesía que me lleva unos 20 minutos, hasta llegar al centro. Primero debo bajar una loma no muy agradable que hasta cansa los dedos de mis pies. En este trayecto las casas son muy parecidas, habita el silencio y la soledad. Algunos vehículos rompen con éste encanto pero son fugaces como yo.

Por la misma vía me encuentro con la quebrada Santa Elena, en una parte más plana, donde empieza La Playa. Allí hay un puente que tiene una ruta para el barrio Enciso y otra para Buenos Aires. Algunos cuentan que en este lugar, en época de guerra urbana, no faltaba un muerto todos los días y los tiroteos eran aterradores. De ahí todo empieza a cambiar. Es una vida popular. Pasan los buses con una velocidad increíble. La calle es de doble vía y tan estrecha que los carros que pasan deben parar, así estos buses pueden andar a sus anchas, como sucede en toda la ciudad.

Las casas ya pierden su uniformidad, algunas averiadas, abiertas, con sus equipos de sonido a grandes volúmenes, los niños gritando y corriendo. Algunos vendedores ambulantes con sus carretadas de frutas y verduras, con sus parlantes que avisan qué llevan para vender.

Por ese mismo camino hay una compraventa de reciclaje. Grandes volquetas se estacionan en la acera impidiendo el paso de los que a diario circulamos por ahí. Ya estoy acostumbrada a ver caras conocidas y lo más seguro es que algunas de ellas también me reconocerán. Mi ritual para sobrellevar el camino, era prender un cigarrillo en determinado momento, agotarlo junto con mis pensamientos y observaciones. Es difícil, porque es él quien primero se vence. Ahora ya no llevo cigarro, pero unos ojos y oídos bien abiertos.

Yo simplemente voy de paso, ellos, los que allí viven, tienen su mundo estructurado. Yo simplemente hago una especie de cuento, donde soy la única creadora. Hay un lugar donde venden marihuana. Una especie de tienda. El aviso de esta tienda es de venta de conos, uno mira para adentro y hay una vitrina con algunas papitas en bolsa, un licor y eso es todo. Llegan los compradores y piden un armado, el que atiende se para frente a una reja y grita que un malboro, para despistar el enemigo.

Así transcurre el sendero, lleno de personajes, chatarra y perros. En cierto punto uno se da cuenta que ha llegado de nuevo a la ciudad. Unas edificaciones muy norteamericanas, pasajes arreglados y limpios (pura fachada). Más adelante está el Teatro Pablo Tobón Uribe, que sin lugar a dudas debe estar en perfecto estado, para aparentar el orden que reina en Medellín.

Y finalmente, el centro, donde la diversidad está plasmada, aunque haya personajes que jamás se atrevan a visitarlo. Por temor a ser atracados, ser vulnerados y todos los prejuicios existentes. A esto se le llama ciudad, porque todo está a la mano, es lugar de encuentro de todas las periferias. Puede ser verdad, pero la ciudad está en todas partes.

El regreso es todavía más tentador. Lo hago por la misma ruta, advirtiendo que hay otras que llevan al mismo lado. Pero por este lado me doy cuenta como cambia, como se transforma en un barrio que está a cinco minutos de la civilización. De esta forma huyo a los grandes edificios que lo único que logran es enfermarme del cuello. Para así meterme en una zona que todavía es muy pueblerina, donde todos se conocen y yo soy la extranjera. Con sus problemas económicos, logran fortalecer sus afectos y la encrucijada que cada día se vuelve más difícil y menos llevadera, como también sucede en la mayor parte de Medellín.

La Playa se ha convertido en mi patria, sin yo ser su ciudadana por la que ella tenga que custodiar. Llego al puente y ya mi preparación es para subir esa loma que pesa en las rodillas, pienso en mi casa lejana que anhelo, pero que el esfuerzo pronto me la entregará. Todo que sea por una causa justa.

domingo, 19 de abril de 2009

El color gris de la ciudad



Todos los días salgo a la ciudad. Me enfrento con esa pesadilla sin fin. Y sin embargo, esa belleza apocalíptica me impresiona. Me deja muda. Me incita a escribirla, fotografiarla, dibujarla, odiarla, quererla, olerla, hablarla. Esa ciudad que algunos llaman llaga, otros costra, otros puta, los de aquí desierto, los de más allá ruina, y yo simplemente le digo la oscura. Esa que esconde sus crímenes bajo la manga. La que vomita contaminación. La que está en eterna lucha con la naturaleza. La que nos aprisiona y nos cubre con sus muros y consigue sepultarnos allí, bajo sus pies. La misma que nos muestra una cruda realidad a la que no nos acostumbramos. Asesina. Violenta. Sangrienta. Sucia. Hambrienta. Triste. Solitaria. Vanidosa. Enferma. Ruidosa. Católica. Política. Económica. Clasicista. Loca. Afanosa. Hipócrita.
Cada vez que ando por las calles de Medellín, llego a casa con un sentimiento diferente. Algunas veces de odio al ver tanto sufrimiento, tanta venganza. Otras veces llego con una sonrisa que me generó un rostro y aún no lo olvido, o las palabras de tal personaje. Otras, llego perpleja con la gama de olores y colores que en una hora pude percibir. Porque me encontré con un viejo amigo. Y todas las veces llego con el rostro negro.
Todo ese sentimiento se verá reflejado en crónicas de la ciudad divididas por capítulos que aquí publicaré.
La imagen fue hecha en un momento de inspiración por esa ciudad soñada y que al mismo tiempo está perdida. Por ese color gris de la ciudad que se derrite.

jueves, 16 de abril de 2009

EL VIAJE


Rostros; talvez sea mi autoretrato en unos años.

las montañas andinas

El río San Juan. En este charco se bañaba Gonzalo Arango

“Hacer un viaje debería suponer siempre una experiencia, y solo es posible experimentar algo que merezca la pena en ambientes con los que uno tiene relaciones afectivas”. Herman Hesse. Decidir viajar es también ponerse la mano en el corazón y preguntarse porqué se viaja. Porqué este y no aquel lugar. Siempre hay un incentivo más allá de querer cambiar de aire, alejarse de lo cotidiano que se vuelven las calles de la ciudad, la búsqueda del descanso, el regreso satisfactorio, que al fin de cuentas es lo que todo ser humano quiere. Pero hay algo tan pequeño, que no está en todos los corazones y es alimentar el espíritu con los detalles, con lo poco explorado, con lo menos turístico y con las grandes sonrisas de los que sí respiran otro aire, ven otro verde, oyen otros cantos.
Esas relaciones afectivas de las que habla Hesse, las puedo llamar un presentimiento de tesoros escondidos. Esos que no pueden ver los que ponen el mapa del mundo en la pared y lanzan una flecha, y donde caiga allá irán. Es válido, cada cuál decide el motivo de su viaje, pero es ahí donde nacen los turistas. Esos que pisotean la grama, se comen las frutas, ensucian el agua, hacen lo que quieren con el dinero y deterioran el paisaje. Tesoros poco materiales y más sentimentales. Hesse insiste en que “no deberían quedarse embobados ante las montañas, los saltos de agua, las ciudades, pasando simplemente de largo junto a todo ello, como si se tratara de los efectos del decorado, sino que deberían aprender a reconocer cada cosa, en su lugar concreto, como algo necesario y orgánico, de donde vendría precisamente su belleza”.
Y es que viajar es un arte y bien misterioso. Más que buscar hoteles lujosos, conversar con gente famosa, está la posibilidad de habitar lugares nativos, fondas, visitar campesinos que te cuentan la historia bien contada, con los detalles necesarios para que se quede grabada en la memoria.
Los viajeros deben empacar en la maleta todo su romanticismo, el deseo de comprender lo peculiar y quitarse el traje de la estupidez.

Estas fotos son del viaje a Andes…


El cementerio, pero solo es fachada, por dentro es más hermoso, más apocalíptico

Otro rostro, de los que tanto abundan...

que tal que Gonzalo Arango viera esto?

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